Despedida del blog y relato
El conocimiento sobre los blogs y la creación de este con mis queridas compañeras en la signatura de "Investigación y TIC" me ha llevado a pensar en la creación de uno personal en el que compartir algunos textos propios.
Antes de eso, y a modo de despedida, voy a compartir con vosotros uno de mis relatos, este fue publicado en la revista del grado. Espero que os guste.
LA
MARIPOSA
María de los Ángeles Blay
Es primavera, aunque este calor sofocante parece
más propio del mes de agosto. Ayer me desperté muy temprano, pues últimamente
me cuesta conciliar el sueño. A las cinco de la mañana decidí tomar un café
para ver si me espabilaba un poco y podía hacer algo productivo. Las
contraventanas de madera de la sala de estar necesitaban una mano de pintura desde
hacía tiempo. Tomé del armario de la cocina los botes y un par de brochas que
había comprado la última vez que bajé al pueblo, y comencé la tarea.
Mientras pintaba recordé que ya
hace casi cinco años de mi llegada a esta casa. Tomar la decisión de mudarme
fue lo mejor que pude haber hecho. La casa está situada en lo alto de una
pequeña montaña y, desde ella, disfruto de unas maravillosas vistas al mar. La
casa no es gran cosa, pero las vistas lo compensan. Ni un solo día he echado de
menos la ciudad, el pueblo ya me parece más que suficiente para cualquier
necesidad que me pueda surgir.
No creas que me he convertido
en una ermitaña (no del todo), mis amigos vienen a visitarme y, como hay dos
habitaciones de sobra, a veces, algunos se quedan el fin de semana. Esos
sábados organizamos cenas que se prolongan, entre vinos y tertulias, casi hasta
el amanecer. Después, cuando se marchan, puedo pasar un mes, o más,
completamente sola. Bueno, esto no es del todo cierto, tengo a Elinor y a Marianne;
mis niñas Dashwood: dos adorables perritas que adopté al poco de trasladarme
aquí. Tenía la intención de adoptar solamente un perro, pero cuando las vi supe
que serían ellas; aunque de haber podido me los hubiese traído a todos. La
chica que se encargaba de la adopción me dijo que las perritas habían llegado
juntas al refugio, tras haberlas encontrado en los alrededores de un desguace
de coches, en un estado deplorable. Me contó que no llevaban ningún chip
y que no sabían nada de su vida anterior, pero que era imposible separarlas,
pues los llantos de ambas no cesaban hasta que volvían a estar juntas. Ahora tienen
un aspecto estupendo y duermen felices a los pies de mi cama, parece ser que la
encuentran más confortable que las que compré para ellas; o quizás, es algo
sobre eso que dicen del instinto de manada, y son ellas las que me adoptaron a
mí.
Cuando terminé de pintar las
ventanas, advertí que el reloj que tengo colgado en la sala de estar se había
parado; no sé por qué, pero empecé a sentir cierto desasosiego. Quizá
necesitaba pilas nuevas. Comencé a buscarlas con la intención de cambiarlas,
pero no las encontraba; ¿no me quedaba ninguna? Podía haberlo dejado para otro
día, pero mi desasosiego se iba convirtiendo en angustia. ¿Por qué me importaba
tanto que aquel reloj se hubiese parado?, revolví todos los cajones de la casa
y las pilas no aparecían. Comencé a pensar que esa intranquilidad no surgía de
que las manecillas permaneciesen inertes, sino que se debía a una angustiosa y
premonitoria sensación: que el tiempo hubiese decidido pararse esa mañana. Las
pilas no aparecieron y tuve que aceptar que no las podría reponer hasta que
visitase nuevamente el pueblo.
Mi estado de ánimo había cambiado por aquella
tontería, y yo no podía llegar a entenderlo. La tristeza apareció de repente y,
aunque era una vieja conocida, no estaba dispuesta a prodigarle una calurosa
bienvenida.
Decidí salir al jardín a leer
un rato para remediar esa sensación. Ahora parece un vergel: he conseguido que
sea un sitio acogedor. Al principio las malas hierbas ocupaban su mayor parte y
aunque arrancarlas fue un trabajo laborioso, valió la pena. Me senté a la
sombra de uno de los árboles que bordean el jardín: mi preferido para abandonarse
a la lectura. La forma de su tronco parece acomodarse perfectamente a la
posición de mi espalda, por lo que hace tiempo coloqué junto a él unos cómodos
cojines que ya forman parte del paisaje, y que solo retiro con cierta
frecuencia para ponerlos a lavar. Llevaba conmigo un libro de poemas: aquel que
me recomendaste y que releo de vez en cuando. Me acomodé en el suelo sobre los
cojines, apoyé mi espalda en el árbol, coloqué el libro sobre mi falda y
comencé a leer.
No habría pasado más de media
hora cuando una pequeña mariposa blanca me distrajo. Se posó sobre una de las
páginas y no quise importunarla; pensé que había decidido que estar un rato
bajo aquella sombra era lo más apropiado en un día tan caluroso. No sé cuánto
tiempo pasó. Con frecuencia batía sus alas y cambiaba de lugar, pero sin
abandonar el libro; parecía feliz mientras saltaba entre líneas de una página a
otra. Ya sé que la felicidad en una mariposa es difícil de determinar, pero es
que tampoco es tarea fácil en las personas. A mí me pareció que algo tan bello
y libre debía serlo.
Han pasado muchos años desde aquella
última vez en que nos vimos. Recuerdo perfectamente cada instante: educados
saludos y palabras banales, mientras mi mirada intentaba ocultar lo mucho que
te había extrañado; lo que escondía tu mirada..., nunca lo pude saber. Tú y yo
no fuimos nada, pero ¡cuánta vida puede encerrar la nada! Después, solo fuiste
un bello recuerdo que se negó a desaparecer. Me consolaba saber que te
encontrabas bien y que tu vida era plena. Además, tenía la certeza de que el
mundo era infinitamente mejor contigo en él; y aunque parezca absurdo, eso me
llenaba de felicidad.
En esas cenas con amigos, que
antes te mencionaba, solía escuchar tu nombre en alguna conversación: alguien que
contaba alguna anécdota en la que tú aparecías, otros, que sabían de tus
últimos trabajos, o quien, de pasada, te había visto con tu familia. Yo, cuando
te nombraban, simplemente sonreía. Nunca pude volver a pronunciar tu nombre
delante de nadie, temía que una palabra de tan solo cinco letras pudiera hacer
aflorar la evidencia de mi amor por ti; y aquel era el único secreto que
compartía contigo. Era algo, o era nada, pero era solo nuestro. No, no me
arrepiento de haberte confesado mis sentimientos. Sea como fuere, lo dije
sabiendo de antemano que existe lo imposible, pero necesitaba ser honesta
conmigo misma y, por una vez en la vida, sentirme valiente.
¿Sabes?, la mariposa no se
decidía a marcharse; el poema que ocupa esas páginas es realmente bello, así
que no era de extrañar que mi pequeña amiga estuviese encantada con la lectura.
Después de un tiempo su aleteo captó mi atención debido a los movimientos que
realizaba, parecía que la trayectoria que trazaba su corto vuelo sobre las
páginas se repetía dibujando un invisible infinito. Me entretuve en comprobar
las palabras sobre las que se posaba. Primero se posó sobre la palabra “noche”,
después sobre “recuerdo”, de ahí saltó a “música” para realizar su última
parada en “mármol”. Repitió el recorrido de nuevo con una increíble exactitud.
El libro cayó de mis manos. ¡Lo
supe! ¡lo supe! El tiempo sí que se detuvo ayer.
Miraba absorta a la mariposa
mientras se alejaba; y también supe que se llevaba consigo parte de mi alma.
Sonó el teléfono y contesté aún en estado de shock. Era un amigo. Me dijo:
“Sabes quién…?”. No le dejé terminar la frase. Dije tu nombre; dije tu nombre después
de tanto tiempo…; dije tu nombre y colgué.
Excelente
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